Riobamba, tan cerca de mí… ¡tan lejos!
Sergio Román Armendáriz
San José de Costa Rica, XI 2009
Un mensaje llegado hace poco desde la Casa de la Cultura de mi provincia natal precipitó la siguiente saudade
I
Mamá dijo que nací un 08 de febrero de 1934 en el hospital de Riobamba, ciudad “Sultana de los Andes” conocida por el esplendor que le obsequia el Chimborazo con sus seis mil trescientos diecisiete metros de elevación de los cuales, la tercera parte corresponde a nieve perpetua, corazón de volcán apasionado.
También lo dice el Registro Civil aunque allí aparezco inscrito el 12, lo cual hace que me sienta más joven, o para ser exacto, cuatro días menos viejo, señalando, además, que soy hijo de Alejandrina Armendáriz Carranza (Motxa o Mocha 1906, modista) y de Nazario Román Krelowa (Leipzig 1883, comerciante de sedas y casimires). Curiosa integración de oficios y sentimientos.
Alejandro, periodista y Secretario General de la Administración del presidente Jaime Roldós Aguilera, fue mi hermano. Dentro del periplo familiar, nació en Ambato (1937). El segundo, homónimo de papá, nació en Guayaquil (1935), es médico y fue viceministro de Salud en la Administración del presidente Oswaldo Hurtado. Cada uno inscrito en su lugar de origen para cumplir la ley, consejo paternal: “Donde se viene al mundo, allí se registra. Punto.”
(Trazo estos párrafos a vuelapluma setenta y cinco años después de mi primera respiración de tal modo que, dentro de un paréntesis de olvidos, recuerdo que en mi hogar me llamaban “arena pupo” a veces con afecto, y otras por enfado. Presumo que la expresión aún se refiere al ombligo del cuerpo, metáfora del país y de los páramos ásperos y sibilantes por los cuales transcurrió la mocedad de Aquilino Armendáriz Gómez, arriero que se enroló en las montoneras liberales de fines del siglo 19, abuelo que me enseñó a apreciar la panela y la máchica y el capulí alternando ese triple sabor único con sorbos de agua fresca, combinación nutritiva especial para derrotar la sed, según él afirmaba. Le creo.)
Mis primeros cuarenta días con sus respectivas noches permanecimos en la ciudad Sultana, mamá Alejandrina Dolores alimentándose, según la tradición, sólo con caldo de gallina y rompope. Y yo amparado en su cálido seno.
Inmediatamente después de transcurrido ese lapso, nos marchamos acompañando a papá Nazario en su periplo de vendedor ambulante «“polaco” lo hubiesen bautizado en Costa Rica» de tal manera que los otros miembros de la tribu fueron naciendo en diversas comarcas ecuatoriales.
(A la hora de empezar la educación primaria, la voluntad materna nos estableció en Guayaquil a partir de 1940 en donde me sacudió el inicial impacto de observar a miles de compatriotas desplazados por una de las tantas guerras contra el Perú, la del 41. Uno de los espacios de hacinamiento fue un local proveniente de la época del cine mudo «cine “Ideal”, ¡qué paradoja!» frente al cual mi tranvía escolar pasaba ceremoniosamente cada 24 horas. “Refugiados” los llamaban con una mezcla de compasión y desprecio como si de tratase de una película visitada por la épica y el melodrama. No sé si esta violenta ventana a la realidad que se abrió ante mis ojos infantiles me llevó a frecuentar, en la universidad posterior, las Ciencias Sociales y las ideas de izquierda. O quizá me guió la “Parábola del Buen Samaritano” cuya lección resume la perfección del amor al prójimo, concepto cristiano que he tratado de asumir desde mis ancianas clases de catecismo elemental.)
II
En la adolescencia, cuando ya había perdido la esperanza de conocer mi provincia natal «pues era obvio que para tal efecto no contaban las casi tres quincenas que demoré en abrir los ojos» de pronto, un viaje impulsado por ese valiente tren que fracturando y salvando la cordillera con un precipicio parecido a la Nariz del Diablo, uniendo litoral y sierra, me dejó al pie de una casa ubicada por el rumbo del teatro León y el Colegio Maldonado, propiedad de parientes que nos habían invitado a huir del pesado invierno costeño, período que antes se llamaba “invernar”.
Esa estación extrema fue, para mí, una revelación primaveral pues en una de las caminatas que las familias orientaban hacia el travieso y cercano río Chibunga (hoy amenazado de extinción), me enamoré de una “guambra” andina de regios colores dormidos en sus mejillas blanquísimas. Tímido la miraba. Me miraba sonrojada. Nada más. Hablo de 1947.
(No sé si tú te diste cuenta cuando yo te miré a hurtadillas durante una misa dominical que hubiese deseado convertir en eterna, ceremonia en la que coincidimos, allí, y, después, afuera, en el jolgorio vespertino de la retreta de un parque sonámbulo de nombre hoy desvanecido. ¿Sí? … ¿No? … ¿Qué será de ti, niña apenas escondida en uno de mis antiguos versos: “…el rosado rosario de tu mano…” capaz de despertar en algún próximo filme nostálgico: “Romanza de hielo y fuego” columpiándote contra el infinito y sobre la eternidad puruhá desde el punto terrestre más cercano al sol, ápice ceremonial que eligió Bolívar para bordar con abismos “sus delirios”, desafiando cualquier paso en falso equivalente a la muerte… mientras el eco majestuoso alcanza a repetir todavía: “¿qué será de ti, niña, niña mía de ayer?”)
Era la época de los boleritos de moda, de uno en singular, tan diabético… “¿Por qué no han de saber que te quiero vida mía (…)?” Fue también la época de mi primera lectura a escondidas: “Aura o las violetas” de Vargas Vila, autor prohibido porque era enemigo de la religión, del matrimonio y de la gramática.
Ingenuo, al regresar al puerto, de inmediato confesé en la capilla de mi escuela salesiana el doble pecado de una lectura clandestina y de un primerizo casi amor transparente sin darme cuenta entonces que ambas experiencias constituyeron la apertura de mi rito de ingreso a la edad adulta.
III
(A esos cuarenta días del principio y a los tres meses intermedios debo añadir una noche lluviosa de 1962 cuando, después del fracaso urjista del Toachi, atravesé la ciudad sultana rumbo al exilio, aventura de la que guardo voces camaradas en la penumbra, perfiles de vehículos fugitivos, semisilencios fraternales. Pero ésta es otra historia.)
El azar me ha ido envejeciendo semiasfixiado por la furiosa correntada del tiempo pero, a veces, con dificultad detengo mis desmemorias para congelar un instante imaginando otra vez ese hospital de Riobamba que escuchó, en la sala de partos, mi llanto desgarrador de guagua recién nacido, lamento que se fue perdiendo en sus corredores que sospecho fríos y en la estancia generosa de las convalecientes (sitios donde regresaré a recoger mis pasos y mis lágrimas), mientras mamá, en la remembranza, continúa arreglando las maletas viajeras para seguir acompañando al padre nuestro que nunca se detiene, aconsejándonos siempre, advirtiendo, regañando, consintiéndonos, eso sí, sin abandonar la tarea que en cada momento la tenía ocupada:
“- Sergio, ¡pórtese bien!
“- ¡Pórtate bien, muchacho de…!
“- ¡Pórtese bien, Sergito!
No siempre pude hacerte caso, mamá. Perdón.
San José de Costa Rica, XI 2009
RIOBAMBA, TAN CERCA DE MÍ… Y, ¡TAN LEJOS!
A mamá, donde esté.
Recuerdos que cmpartirmos, aunque en distintas épocas, el sentimiento de la añoranza es mutuo.