Alejandra Pizarnik
Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En ese sentido, el quehacer poético implicaría exorcisar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos.
Alejandra Pizarnik
1936 – 1972
Adentrarse en los estudios de los biógrafos de Alejandra Pizarnik, en su vida, arte y padecer, puede provocar una gama de sentimientos contrapuestos, que seguramente ella, perpetua adolescente, se propuso de algún modo crear en quienes la rodeaban o en sus lectores.
Fue representante típica de cierto sector de la juventud intelectual porteña de los años cincuenta, estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras, en ese entonces ubicada entre las calles Viamonte y Reconquista. Asidua concurrente a los bares de los alrededores como el Moderno o el Viamonte. Fue en las reuniones interminables entre humo de cigarrillos, tanto como en las clases, donde comenzó a estructurarse su condición de literata argentina de vanguardia.
También supo frecuentar como aficionada a la pintura el taller de Juan Battle Planas. Como muchos jóvenes de entonces consumió desde la adolescencia anfetaminas que se vendían libremente en todas las farmacias porteñas y se usaban como anorexígenos y para mantenerse despiertos “para estudiar”. El juego más peligroso Alejandra “subordinó totalmente su vida a esas noches en que escribir es una tarea alucinada” “experimentando los paraísos artificiales” de Baudelaire para “explorar zonas fronterizas de conciencia”.
Con una mirada compasiva y madura, la escritora y biógrafa Cristina Piña cuenta que el mundo literario de entonces “alentaba ese peligroso juego de vida o muerte” a pesar de que representaba una grave amenaza para Alejandra, y agrega que muchos literatos de la época fomentaban esa imposible fusión entre vida y poesía en “la pequeña viajera” pero cuidándose bien de no cumplirla ellos mismos”. Por otro lado la “pequeña viajera,
el ángel harapiento,
la pequeña mendiga”,
como le gustaba llamarse a sí misma, tenía una marca de eterno extrañamiento quizás por la real condición de expatriada de su familia. Alejandra, para entonces Flora, su verdadero nombre, había nacido el 29 de abril de 1936 en Avellaneda a escasos dos años de la llegada a América de sus padres que eran judíos rusos huidos a tiempo de una Europa del Este empobrecida y convulsionada. Su aldea de origen sería masacrada durante la guerra. El sentimiento de extranjerismo, de no pertenencia, pesó sin duda sobre toda la existencia de Flora-Alejandra a pesar de que los restantes miembros de su familia: padres y una hermana dos años mayor, pudieron adaptarse al nuevo ambiente. Alejandra fue una eterna exiliada y al final de su vida solía decir a sus amigos que había que buscar en las raíces, refiriéndose probablemente a esos orígenes voluntariamente olvidados o tergiversados. Mirar desde de la terraza. Habla en su diario de su cara de eterna niña que “pronto no le hará gracia ni a los perros”.
Porque Alejandra seducía tratando de agradar con su niñería zafada. No le era posible aceptar la vejez de la que dice Narciso Pousa, que es otro exilio “el exilio de la vida biológica”. “La terraza que mira hacia otros sitios”. Este “no aceptar” un exilio más, la hace buscar la muerte, enamorarse y coquetear permanentemente con ella, sentirla omnipresente sabedora de que la libraría de la vejez temible.
”La muerte siempre al lado
Escucho su decir”
”Se gritar hasta el alba
cuando la muerte se posa
desnuda en mi sombra”.
Toda la obra está atravesada por la actitud trágica de la autora atraída por la fascinación de la muerte. Dice de ella la filósofa y lingüista italiana Gabriella Bianco: “Alejandra, en la incapacidad de salir del círculo de interés por ella misma,… cae en la autocompasión que remueve toda real posibilidad de felicidad, sucumbiendo a la destrucción y el aniquilamiento.” “La actitud trágica, carente de su función liberadora, cae en la degeneración del yo, en la disolución de la identidad”.
Un acto surrealista
El surrealismo europeo influye en toda su producción abundante en imágenes de ensoñación o delirio, y que según Maurice Nadeau: ante todo proclama “la omnipotencia del deseo y la legitimidad de su realización” (citado por Osvaldo Rossler). Es precisamente Rossler que en su ensayo literario sobre Alejandra Pizarnik. explica la vida de la poeta como concebida a la manera de un “acto surrealista”: “Alejandra construyó su vida y obra de una manera alucinante. En una predominó el desconcierto, en otra el énfasis creador”… “pero las dos están regidas por un enfrentamiento ante lo circundante, las dos intentan. el mayor campo posible de libertad.”
Residió en París entre 1960 y 1964 donde trabajó para la publicación de Cuadernos y colaboró en La Nouvelle Revue Francaise, Les Lettres Nouvelles y Zona Franca, de Caracas. En Buenos Aires publicó en la revista Sur y en el suplemento dominical del diario La Nación. Recibió un Premio Municipal de Poesía (Buenos Aires, 1966) y fue becada por las Fundaciones Guggenheirn y Fulbright.
Su primer libro de poemas: “La tierra más ajena” fue publicado en 1955. Le siguieron “La ultima inocencia” 1956; “Las aventuras perdidas” 1958, (estas dos últimas se publicaron juntas en un sólo volumen), “El árbol de Diana” 1962, “Los trabajos y las noches” 1965, “Extracción de la piedra de la locura” 1968, “El infierno musical” 1971, “Los pequeños cantos” 1971 y “La condesa sangrienta” 1971.
El impulso del poeta que según Heidegger “repara con su canto las huellas de los dioses huidos en tiempo de penuria” no se advierte en la obra de Pizarnik en donde prima la necesidad de expresar y exponer su propio dolor desesperado. Ni siquiera su niñez le ofrece recuerdos de sencilla dicha o de inocencia y la muerte ya impregnaba cada momento. “Oscura y triste la infancia se ha ido”
”Me rememoro el sol de la infancia, infusa de muerte”
o en estos versos:
”Recuerdo de mi niñez
cuando yo era una anciana,
las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la
alegría les destruía el corazón”.
En otro lugar afirma:
”La muerte es una cosa, es
un cuerpo político que alienta en
el lugar de mi nacimiento”. El miedo a la vida por su finitud y a la muerte que al mismo tiempo es lo único seguro, explica el porqué de su escribir:
“Escribo contra el miedo.
Contra el viento con garras
que se aloja en mi respiración”
o también:
”Escribo contra el frío y el
miedo. En vano escribo”.
Creación y autodestrucción
Frank Graziano en “Semblanza”, una compilación de la obra de Pizarnik, en una introducción previa de la que es autor, dice que esa poeta “se encuentra entre los escritores que vivieron, trabajaron y murieron en el nexo creación/autodestrucción, pero en contraste con muchos de sus compañeros poetas-suicidas, escritores que permitieron que su afán autodestructivo imbuyera su obra en lugar de absorberla. Pizarnik dio a la muerte la supremacía desde el principio: su obsesión suicida sostuvo su visión, dio forma a su arte, definió sus perímetros temáticos”
Alejandra no parece escribir sobre la muerte para quitarle poder, para desactivarla, tal vez hasta para aniquilarla… No parece nombrarla permanentemente por la fascinación que la muerte ejerce sobre ella en una especie de intento por atraerla.
Otra poeta trágica y suicida, Silvia Plath escribe:
”Es un amor de la muerte
que todo lo envenena”
Y la frase parece inspirada en Alejandra que enamorada de la nocturnidad, lo oscuro y lo silente y la muerte que en ellos se refleja dice:
”La muerte ha restituido al
silencio su prestigio hechizante”
El miedo a la locura
En fragmentos de su “diario” y desde 1964 en adelante, se advierte además, su miedo a la locura.
Percibe sus semejanzas con Antonin Artaud pero apunta más al sufrimiento, la tensión física de ambos y en especial “la semejanza de sus heridas”.
Rechaza “los sueños de la normalidad” que la “acomenten” como llegar a tener un hijo y concluye “nunca he visto un ejemplo más evidente de alguien que tiene que suicidarse cuanto antes”.
En su diario de 1965 escribe que “todo en ella se desmorona”, y habla de que “lo peor” es su temor tan activo a la enfermedad y a la muerte, o a la locura.
Hermosa como el suicidio.
Ya ha comenzado a acariciar la idea del suicidio, quizás desde el principio.
”Llamé, llamé, como la náufraga dichosa
a las olas verdugas
que conocen el verdadero nombre
de la muerte”
”triste como sí misma…
hermosa como el suicidio.”
”El deseo de morir es rey”.
Tuvo varios intentos de suicidio antes del definitivo y estuvo internada en una clínica psiquiátrica además de sus prolongadas terapias analíticas. Muchas veces se sorprendió de su capacidad de esperar el ansiado encuentro:
¿Cómo no me suicido frente a mi espejo?
¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?
Alejandra Pizarnik, poeta mayor, escribió el 5 de julio de 1972 una última carta a su amiga Ivonne Bordelois.
”Toda yo soy otra…” “Mi Ivoncita, mi cercanita. Por favor no nos pidamos explicaciones acerca del silencio (¿existe el silencio?) (…) te mandaré mi nuevo libro El Infierno Musical. Y también, si consigo fuerza, algunos poemas recientes cuyo emblema es la negación de los rasgos alejandrinos. En ellos, toda yo soy otra, fuera de ciertos pequeños detalles: el humor, los tormentos, las pruebas supliciantes…” “Ahora sé un poquito más (por eso ya no me siento a la mesa y rumio horas y horas un adjetivo de algún poema). Sé un poquito más, comprendo algo más; y sí, es tan terrible y viviente y vibrante esto que alienta en esto que ahora soy. No sé en qué me he convertido…”.
”Que desmemoria no te guíe”.
Ivonne Bordelois nunca le contestó.
Una sobredosis de seconal le permitió cumplir con su trágico propósito de asistir a la propia muerte. Era el 25 de septiembre de 1972, en Buenos Aires, cuando por fin se unió al objeto de su gran amor.
“Yo le dije que en mis poemas la
muerte era mi amante y mi
amante era la muerte”.