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¡Oh, los caminos del Quijote!

Hernán Rodríguez Castelo


¡Oh esas tardes soleadas de la Mancha en que caminé los caminos del andante caballero! ¡Esos horizontes anchos, abiertos, sin más límite que un cielo traspasado de luz con el que iban a fundirse! ¡Y la emoción de ver aparecer en la dorada lejanía la torre cuadrada y recia de un pueblo donde acaso me esperaba el señor don Quijote con alguna revelación, con alguna nueva clave de sus iluminadas andanzas! Campo de Criptana -con sus molinos de viento-, Toboso – “la gran ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los espíritus a don Quijote y se le entristecieron a Sancho, porque no sabía la casa de Dulcinea”-, Argamasilla de Alba -que tiene la Cueva de Medrano, donde acaso entretuvo sus ocios de preso Cervantes urdiendo hazañas de su héroe-, Ruidera -puerta hacia la Cueva de Montesinos, “que está en el corazón de la Mancha”.


Esa fue mi mejor lectura del Quijote -era, creo, la cuarta-. Lejos ya de la sabrosa erudición de Rodríguez Marín, que extendió la novela, anotándola, a doce tomos; sin la menor preocupación por análisis alguno -aunque los penetrantes conceptos y justas categorías estilísticas de Helmut Hatzfeld siempre estarían en la trastienda como precioso instrumental para iluminar por dentro la novela. Ni siquiera fue la lectura novelesca de la obra rebosante de humor y la lectura siempre fascinada por una lengua -la mía, la propia, tan propia de mí como del Caballero- que lograba ricas plenitudes de expresividad, en su cauce de sereno fluir.


Fue la lectura que acaso más se acercó a la escritura misma del soberbio folletón que don Miguel de Cervantes Saavedra llevaba bajo el brazo -el único de que podía servirse, pues que el uso del otro habíale perdido “en la más memorable ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos Quinto”- y escribía a sus tiempos en los ratos que se lo permitía su mester de viandante burocrático por rutas sevillanas y manchegas, comisario proveedor de trigo para esa Armada que llamarían “Invencible”. De donde su condición de novela por episodios, unos breves, otros más largos, según la asendereada escritura se lo sufriese.


Pero íbase siempre detrás de don Quijote, espejo de caballeros andantes, y su infaltable escudero, Sancho Panza. Esa era la idea que lo unificaba todo en un cuerpo novelesco: la conciencia que don Quijote tenía de su misión caballeresca; de su oficio: “Es mi oficio … andar por el mundo enderezando tuertos y deshaciendo agravios”.


Ese era el tema central, que en manos de alguien no tan artista y tan rico de vida caminada y padecida y saboreada como don Miguel se habría quedado en seca osamenta. Ese estupendo contador que es don Miguel lo convierte en leitmotiv, con sus variaciones, sus enriquecimientos, sus cambios rítmicos.


Y lo más genial: lo pone en clave paródica y traspasa su historia de caballerías andantes -la última, la de suma y réquiem, la de transfiguración definitiva- de un humor sabroso, riquísimo de procedimientos humorísticos, que van de los desconcertantes empleos de palabras y toda suerte de alusiones irónicas a las despampanantes escenas tumultuosas -de las que siempre sale el héroe vapuleado y burlado.


Pero no sale ni escarmentado y ni siquiera desconcertado.


Porque -y esta fue la mayor audacia del novelista- don Quijote es loco. Loco en cosas de caballería andante, que las vive con los rigores y fidelidades del monomaníaco, sin admitir los reclamos de la prosaica realidad, por duros que puedan ser. Fuera de ese ámbito -la caballería, sus leyes, sus exigencias, sus pruebas, sus valores, su dama, ¡su dama por encima de todo, la sin par Dulcinea del Toboso!- don Quijote es un hidalgo digno y sosegado, grave filósofo de la existencia.


No creo que se haya llegado nunca al meollo de lo que esa locura puesta en el nervio de la figura y sus altas empresas acabó por significar. (De lo que significó al comienzo de la gestación del genial libro tampoco hay más que vagas hipótesis). Por eso el Quijote es obra que sigue incitando a lecturas e interpretaciones. Pero para el lector -el de su tiempo, de ese casi cuatricentenario 1605 en que vio la luz la primera parte, y el de hoy- esa locura hizo de toda esa historia de caballero y caballerías una parodia; burló cualquier mensaje convencional y epidérmico -que siempre son intolerablemente serios- y enfrentó al ser humano con esas complejidades y contradicciones que son gajes ineludibles de la existencia.


Víctor Hugo proclamaba en su programático Prefacio del Cromwell que “de la unión del tipo grotesco con el tipo sublime nace el genio moderno”, en lo que parecería una descripción del Quijote, y exaltó lo que llamaba “los tres Homeros bufones: Ariosto, en Italia; Cervantes, en España; Rabelais, en Francia”.


De esos tres Homeros que inauguran la épica moderna, el Quijote fue, siendo españolísimo, el más universal, y fue una de las contadas obras en la historia literaria del mundo que alcanzaron la categoría de símbolos y claves para la inteligencia y conducción de lo humano.


La Divina Comedia de Dante fue grandioso y tremendo símbolo de la verticalidad de cualquier concepción del mundo con un infierno en círculos debajo y un cielo con sus jerarquías hacia lo alto.


El Quijote fue libro de horizontalidades: esas planicies de la Mancha, esos caminos interminables. Se instaló en la horizontalidad del ser terreno del hombre en el mundo. Ahora que el pensamiento postmoderno ha echado abajo, como castillos de naipes, tan bellos como poco cimentados, todos los sistemas, lo mismo la Suma Teológica de Tomás de Aquino – teología dantesca, sin duda- que las alucinantes edificaciones hegelianas -de las que solo hemos salvado la historización del pensar y el método dialéctico-, el Quijote es, en su aparente cotidianidad de libro de aventuras y humor -el mayor libro de humor de la lengua-, en su incansable y siempre repetido recorrer caminos en busca de ejercer el oficio ya para todos los cuerdos del mundo trasnochado de “andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios”, la más entrañable y noble guía de lo humano que conozco.


Sin pretensiones escatológicas o teológicas de calar en lo infernal o elevarse a lo celestial, sin concesiones a morosa introspección ni evasiones a lo maravillo o mágico, sin más que la pura humanidad como puede hallarse a la vuelta de cualquier camino de la vida, sereno en su noble grandeza, el Quijote fue el más rico empeño de comprensión de lo humano -de lo elevado a lo vulgar, de lo noble a lo abyecto, de lo heroico a lo grotescamente antiheroico, de lo festivo a lo desolador y amargo-. Todo visto desde ese fondo de amarguras -las de sus propias pobrezas y cárceles y las de la patria en los comienzos de su decadencia- a las que confería dignidad y un dejo de sabiduría el humor, donde acaso deba hallarse la última clave para sobrellevar altivamente, quijotescamente, los lutos y quebrantos de nuestro caminar por este mundo.

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