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Arthur Rimbaud

“Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos”.


Lo primero que sorprende al estudiar la figura de Arthur Rimbaud es la precocidad y el corto espacio de tiempo en el que produce su obra. Consciente sin duda de que su vida iba a ser breve –pocos autores han sido tan autodestructivos como él– escribe todos su versos entre los 16 y los 20 años. Con posterioridad, olvidada por completo su actividad literaria, se dedica a las más diversas ocupaciones con un único interés: enriquecerse.


Nacido en el seno de la burguesía católica francesa, Jean-Nicolas-Arthur Rimbaud vino al Mundo en Charleville el 20 de octubre de 1854. Fue su padre un extraño militar que, cuando sus ocupaciones en la guerra de Argelia se lo permitieron, redactó un Corán anotado que nunca llegó a publicar. Aunque, indiscutiblemente, el origen del esporádico interés por la literatura de nuestro poeta hay que buscarlo en esas veleidades literarias de su progenitor, Fréderic Rimbaud –el padre del prodigio– que nunca llegó a publicar nada.


Pese a la separación de sus padres, la infancia de Rimbaud es todo lo grata que puede serlo la de un hijo de la burguesía. “Alumno dócil, querido de sus maestros, aventajado en todas las disciplinas y ganador de todos los premios”, según alguno de sus biógrafos, el joven Arthur se “tuerce” tras la lectura de Théophile Gautier, Théodre de Banville, José María de Heredia, François Coppé y Paul Verlaine en Le Parnasse contemporaine. Lógicamente, será a dicha publicación a donde el poeta remita sus primeros versos; lógicamente también, no se los publican –según se ha escrito después porque cuando llegan el número en cuestión está cerrado–. Si publicará, no obstante, Les Étrennes des orphelins –que pasa por ser su primer poema– en la Revue pour tous. Corre el año 1870.





Todo menos trabajar

Así las cosas, el jovencísimo Arthur decide marchar a París sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo. El dinero que tiene para el billete no es suficiente, de modo que se cuela en el tren. Detenido y encarcelado, será su profesor de retórica –Georges Izambard– quien acuda en su auxilio. Cuando vuelve a Charleville sólo tiene una idea: “todo menos trabajar”. Del joven dócil y aplicado que meses atrás fuera no queda más que el recuerdo. De modo que cuando en París estalla la Comuna (1871), Rimbaud corre a la capital a reunirse con los comuneros. Junto a los revolucionarios redactará himnos y manifiestos, pero el burgués que hay en él no tardará en manifestarse: les abandona por sus groserías y la mala calidad de su dieta alimenticia. Es entonces cuando el joven maestro, desengañado del ideal revolucionario, abraza el nihilismo, merced a ello concebirá algo inusitado hasta entonces: una poesía que busca inspiración en la disipación, la negación absoluta de todos los valores –tanto los revolucionarios como los burgueses– y el abismo. En una carta remitida a un amigo en mayo de ese año estima que el poeta tiene que convertirse en el “gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito y el sabio supremo”.


Finalizada su experiencia en la Comuna, un anarquista amigo de Izambard le pone en contacto con Paul Verlaine, a quien remitirá el poema El barco ebrio. A la sazón, Rimbaud cuenta 17 años; el autor de los Poemas saturnianos, diez más. La influencia que aquél ejercerá sobre éste será fatal. La amistad que les une dará mucho que hablar en los cenáculos literarios, donde se dice Rimbaud es definido como una “señorita saturniana”. Perdidamente enamorado, Verlaine dejará atrás su familia y su modesto empleo de funcionario para viajar con Rimbaud a Bélgica y a Inglaterra. Se engaña, lo que para él no es más que un frenesí que viene a justificar su propuesta estética, para Rimbaud es el vértigo de la autodestrucción. Las veladas de absenta y hachís de los dos poetas constan en los anales del desorden y el exceso; entre una y otra, Rimbaud escribe Una temporada en el Infierno (1873). Finalmente, Verlaine, enloquecido y celoso, descerraja un tiro en el pecho de Rimbaud.



Hacerse rico

Recluido Verlaine en una cárcel belga, Rimbaud regresa a Francia, pero su carrera literaria se ha visto seriamente afectada por el escándalo de Verlaine. El resto de los escritores le dan la espalda. Ante este panorama, el primero de los poetas malditos se instala en Inglaterra. A partir de 1874 deja de escribir. Durante los 17 años siguientes sólo le moverá un interés: hacerse rico. Puesto a ello no dudará en ser mercenario en las colonias holandesas y tratante de esclavos en Abisinia. Mientras tanto, en Europa, es el mismo Verlaine el primero en reivindicar a Rimbaud al publicar los poemas de su antiguo amante –Iluminaciones (1886)– e incluirle en su ensayo Los poetas malditos.


Rimbaud regresa a Francia para morir en Marsella en 1891. Su legado –una poesía que alcanza la grandeza por la negación de toda la tradición cultural– no tiene parangón.


Fuente: Malditos, heterodoxos y alucinados (Javier Memba)

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