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Cuestión de Tiempo


¿Hace cuántos años la conozco? No sabría decirlo. Cuántas veces habré pasado por su lado sin verla. Igual a los miles de mendigos que aumentan día a día en las calles de Quito, imperceptible, hasta que se atraviesa en tu recorrido diario. Y era difícil no fijarse en ella. Con su andar tambaleante sorteaba los carros. En media avenida, entre dos filas, pedía caridad con un desparpajo que irritaba. ¡No! No pedía favores. Con su anillo golpeaba la ventana del auto y hasta dejó dos marcas en el mío. ¿Qué pensaría? ¿Que iba a darle algo? No sé porqué aumentó mi aversión. Claro que estorbaba, había que disminuir la velocidad, varias veces toqué la bocina para que se haga a un lado y era, nada más, una mujer pobre. Ya nos conocíamos en su lugar de la Orellana y 6 de Diciembre. Nunca golpeó el vidrio de mi lado, cuando estábamos cerca, cada una miraba hacia otro lado.

La extrañé cuando desapareció por un tiempo. Hasta que la volví a encontrar en la Orellana y 9 de Octubre. Seguía exigiendo caridad. Su ropa estaba más desgastada, el pelo encanecido, su andar más torpe. Nos reconocimos y guardamos la distancia. Por aquella época no se acercó jamás. De lejos miré sus facciones. El blanco desapareció de su cara para dejar las huellas del tiempo y del sol. Bajita y encorvada, guardaba entre sus harapos las monedas que recogía. Su ropa informe ocultaba el cuerpo que algún día fue. ¿Tiene ojos claros? En los segundos que dura el cambio de semáforo pensé tantas veces en esos seres “desechables”. ¿Quiénes fueron? En plena dolarización se multiplicaban a diario. Para mí la vida ya no era fácil. La reducción de mi sueldo y el aumento de las deudas hacían que el día a día fuera más duro. Abandoné los pequeños lujos que hacían de cada día una aventura. Dejé de ir a lugares públicos, el autismo era una alternativa en tiempos de crisis. También sentí que no la volvería a ver. Alguna vez caería entre dos carros. Cuántos frenazos ocasionó. Aunque, para ser sincera, nunca ocurrió un accidente con semejante mujer. Pero esa fue la primera idea que tuve cuando dejé de verla.

Tardé meses en encontrarla en la Versalles y Colón. Un ojo estaba parchado, el brazo derecho vendado. Estaba más delgada y vacilante. Como siempre, se paseaba entre las filas que esperaban el cambio de luz. Abandonó la avenida y en la calle estrecha era un peligro público mayor. Fuertes surcos cruzaban su cara. Humilde era esa vez su pedir. El anillo no se encontraba en su mano. ¿Cuánto costaría? ¿Cuánto tiempo vivió gracias a él? Yo también pensaba en vender mis cosas. El aviso de despido era un riesgo cada vez más cercano. El afán de cada día aumentaba. Y todo, absolutamente todo, me salía mal. Empecé a tener mareos. Lo que nunca fui, comenzó. Absurdo pero cierto, en mí, el equilibrio físico tenía que ver con el mental. Llena de temores tenía que tomar fuerza para poder salir de mi casa, mi refugio. Un día le di un caramelo, siempre tenía en el auto algo para los niños. Fue una costumbre que comenzó en una Navidad y duró varios años. Orgullosa –creo que me reconoció-, dijo que era diabética. Luego vi como se recuperaba de las heridas pero no de la vejez.

Se repitió su ausencia y esa vez pareció que ya no la volvería a ver. Y no. Sigue. Esta vez fue en Las Casas y América, otra calle estrecha. Las facciones se reducen, como el resto de su figura. Sus ojos tristes y cansados. Arrastra los pies, casi no camina y espera que desde algún auto alguien se acerque y deje entre sus manos juntas para la oración una moneda tan miserable como la que le di por primera vez. Iba en el asiento de atrás. Asiento que muy rara vez ocupo porque dicen que caminar es muy bueno para la salud y es un buen pretexto cuando ya no se tiene carro ni centavos para el bus. Tampoco tengo a dónde ir, la excusa del trabajo terminó. Rara vez salgo de la casa que aún mantengo y es cuando encuentro algún recuerdo del pasado, saco del escondite lo necesario para un periódico y algunas llamadas de teléfono. Rebusco y averiguo, hasta lograr vender al mejor postor las joyas que fueron mías para cambiarlas por la mayor cantidad de comida y siempre, separo lo justo para la próxima vez que tenga que salir. Conservo hasta el final el anillo engastado y admiro la luz especial de su piedra. Pienso en esa otra mujer con tristeza. ¡Sí! Soy más joven que ella, pero no sé cuánto tiempo falta para que yo ocupe su lugar.
Henriette Hurtado Neira
Integrante de los Talleres Literarios de la Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”


Quito – 2009

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